Al principio se trataba sólo de mirar, y lo hacía con una curiosidad avariciosa, queriendo abarcarlo todo, asumirlo todo en un instante. Luego empecé a fijar la mirada en los detalles, incluso en los más ínfimos encontraba interés. Llegué a deleitarme tanto que ya los buscaba con insistencia viciosa. Luces encontradas, sombras caprichosas, rincones sugerentes o formas endiabladas me convirtieron en un buscador perseverante. Gustaba con fruición de las tardes doradas de otoño y de su luz tibia, para estrenar mirada melancólica y serena en los ocasos playeros. Escudriñaba edificios y arcos triunfales para encontrarles perspectivas imposibles o ángulos desconcertantes y así siempre, mirar y mirar.
Gracias a esa fijación aprendí muchas cosas inútiles como que el mar y el cielo cambian al antojo de los vientos, que entre el blanco y el negro había un mundo de grises por explorar o que el frío y el calor albergaban diferentes matices. Todo lo que miraba lo iba, sin querer, ubicando en los límites imaginarios de un rectángulo delimitante y así todo guardaba las formas y ofrecía visiones inimaginables.
Luego empecé a morsegar cuerpos y contornos y sobre todo, el compás con que se movían. Ojos, bocas, caderas en posturas sugerentes y endiabladas, ofertaban constantemente la oportunidad de descifrar el espacio y el lenguaje con que me hablaban. En resumen, yo vivía «al liquindoi».
Un día mi mirada se posó en unos ojos color miel y ellos, a en vez de apartarse como hicieron otros, se quedaron colgados de los míos en una extraña foto fija que me abrazó por dentro. Quise que el momento se hiciera eterno y atrapar aquella mirada para siempre, entonces fue cuando me dí cuenta que yo ya era fotógrafo hasta el fin de mis días.
Juan Martín Beardo