Hay un verano de costa, frívolo y desalmado, y otro de interior, recóndito y apacible. Uno es estruendoso, masificado y festero, de noches canallas y de pecado. Mientras, el otro, es la vuelta al pueblo de los abuelos, de verbenas y plaza mayor, de siestas de moscas y noches estrelladas. Las playas son el ágora donde se exhiben los cuerpos y salen a refrescarse los deseos más inconfesables y ocultos. Por el contrario, los campos, de amanecida, son el encuentro con el revuelo de trinos, los olores que emanan de la vida y el murmullo fresco de las fuentes y los arroyos. En uno la alegría es artificial, química y voluptuosa. La música es foránea, casi diabólica, y los amores tienen un plazo de quince días con derecho a desayuno. En cambio, en el otro, es fácil toparse con la soledad sonora y jugar a enlentecer el tiempo mientras entornamos los ojos para ver reverberar el horizonte. Escoja usted, hay para todos los gustos.