Los ves pasar cargados de tiestos como si fuesen mulas de arrieros, vestidos de colorines como si su indumentaria la hubiese diseñado un loco sádico. Llevan un gesto místico, de mártir entregado o, quizá, de peregrino agotado; una nevera, dos bolsas repletas de comida, una sombrilla, tres butacas de rayas azules, un salabar, un cubo con palas y rastrillos y un salvavidas con cara de perrito para la niña. Es un milagro, musita el espectador, preguntándose cómo esos hombres son capaces de semejante portento. Detrás marchan en vociferante formación, dos niños que dan saltos espasmódicos, una esposa, metidita en carnes enfundada en un pareo psicodélico, que da la mano a una niña eternamente fastidiada y llorica. Les espera un larguísimo día al sol inclemente, empanados con la arena y el bronceador, achicharrados hasta las entretelas y vapuleados por las olas de unas orillas martirizantes. Al atardecer, los recoge un autobús atestado que, tras trescientos kilómetros, los dejará, somnolientos y derrengados, en Villanueva del Canuto, provincia de Córdoba. ¡Qué gran día hemos pasado, comadre!
Y qué pedazo de foto-reportaje ¿Quién dijo eso de que en Verano estamos faltos de inspiración?