Bajé a la playa y estaba invadida de gente pringosa. Probé a tomar una manzanilla en mi taberna de siempre y no pude ni entrar. Mis paseos vespertinos por las calles los tuve que suspender, pues era dificultoso abrirse paso entre las hordas de gente desaliñada que pululaban por doquier. En el mercado una turba embobada, que fotografiaba atunes como si fuesen habitantes del lago Ness, me impedían acercarme a comprar en los puestos. Los aborígenes estábamos desplazados por los nuevos descubridores que nos colonizaban por unos días, con derecho a desayuno.
Huí de aquella vorágine y me encerré en casa. Atranqué puertas y ventanas, puse todo en penumbra y, ya más sosegado, llegué a la conclusión de que era allí donde iba a pasar mis vacaciones, entre libros, repasando fotos antiguas, oyendo música de mi tiempo y soñando con el otoño, tan lejos de las estridencias mundanas.
Eso sí, puse el vino a refrescar.