Cuando llegas a la feria te encuentras dos mundos contrapuestos. El primero es un derroche de casticismo antiguo, faralaes y corbatas trasnochadas, rebujitos y claveles en el pelo. Todo bajo el toldo de casetas atestadas y ruidosas. Una alegría a fecha fija.
Pero el segundo es la antesala del infierno. Unas luces de colores mortificantes te dan la bienvenida a una atmósfera dislocada con olor a turrón rancio y algodón dulce. Unos aparatos diabólicos, diseñados para llevarlos al paroxismo, conducen al rebaño de masoquistas suicidas a vivir el vértigo y el peligro en un amago de aprendices a astronautas. Pero todo adobado de un ruido infernal y música estridente, de un compás que resuena en nuestras cabezas como un martillo pilón. Sin olvidarnos del coro de gritos agudos que emiten las victimas al precipitarse al vacío o al ser zarandeadas por una batidora gigantesca. Esta es la feria amigos y este su testimonio fotográfico.
