A veces, cuando viajo errante y paso cerca de algún cartel que indica la cercanía de un faro, me resulta muy difícil el vencer ese extraño influjo que me obliga a tomar el desvío que lleva, casi siempre, a un distante promontorio donde se erige una farola solitaria. Debe ser por mi pertinaz carácter melancólico y mi eterna atracción por la soledad, lo que me hace acercarme hacia esos lugares y fijar la mirada extasiada en el mar rugiente y proceloso. Pensar en la imagen literaria y poética del farero en las noches de galerna y temporal escudriñando las tinieblas sorbiendo impasible un jarro de café con ron, mientras manda sus destellos salvadores a los barcos perdidos, hace que regresen los recuerdos infantiles de aquellas novelas de capitanes intrépidos y contrabandistas osados.
Estas fotografías carecen de todo merito, pero son postales de mis años de viajero y son como un antídoto al turismo y un ejercicio de memoria pleno de momentos gratos e inolvidables.